Política, entre el pacto y el proyecto


COMO Maquiavelo, las izquierdas aprendieron latín, pero no griego. Sus análisis se fijaron en la escisión Estado-sociedad, términos que derivan de aquella lengua. Concluyeron que el Estado es una parte involucrada en la sociedad, pero pensaron que podían utilizar el Estado para cambiar la sociedad, incluso contra la sociedad misma. Allí se originó su talante autoritario. Si hubiesen leído a Aristóteles en la lengua antigua, habrían comprendido mejor a Marx y no habrían repetido sus errores una y otra vez.

La política no es necesariamente una política democrática, de la misma manera que cuando se habla de un proyecto político, no necesariamente se alude a un proyecto democrático. Aprobar una nueva Constitución no garantiza tampoco la buena salud de la democracia, porque puede haber -y de hecho las ha habido- constituciones antidemocráticas, tanto por el contenido de algunas de sus normas, como por el proceso que las produjo. Ese nutrido rango de variables que acotan el significado de la acción política, es ignorado cuando nos contentamos con alabar lo político por sí mismo, cuando creemos "firmemente" que basta que una persona sea "política" para que se le considere superior a los que no lo son.

Para descubrir el amplio campo semántico de la política, y atisbar sus rincones oscuros, es preciso recurrir a la crítica de la política, en tanto de(con)strucción de sus signos visibles, o a la historia de la política, como discurso (re)constructivo de un concepto no idéntico a su realidad.Nada lograremos entender si nos conformamos con que la política es lo que "los que se dicen o llamamos políticos" dicen que es. Dicho más claro: los llamados políticos tienen una capacidad limitada para definir la política; es la sociedad la que impone la agenda de la política.

Como organización del poder en la sociedad, la política no es totalmente distinta a la economía, ni es idéntica a ella; más bien se conecta a ella de diversas formas, sobre todo si la definimos, como se hace modernamente, como el conjunto de reglas e instituciones que fijan la asignación de recursos escasos para la satisfacción de necesidades que son infinitas. Cabe preguntarse entonces qué ocurre cuando borramos la distinción entre política y economía, y definimos la política directamente en función de la satisfacción de necesidades sociales.

Lo que se pierde queda evidenciado por lo que se deja fuera en este acto de abreviación: justamente, la organización del poder. Lo que no se pensaba, porque se consideraba obvio, era precisamente: cómo debe organizarse el poder. La respuesta tradicional era: la sociedad se organiza y ya está. Lo que tenemos es lo que es. La presencia de la modalidad "deber" en la pregunta provoca una actitud de rechazo en el pensamiento tradicional de izquierda, pues una visión innecesariamente empobrecida de la ética la trasladaba al limbo de las ilusiones sociales, junto con la religión y las llamadas formas ilusorias de la conciencia social.

Cuando Habermas denunció en los ochenta que el problema del marxismo era que carecía de una teoría de la democracia, la izquierda tradicional vociferó contra el filósofo alemán. Hoy ninguna izquierda responsable y leal a la práctica de la democracia duda de que su misión consiste precisamente en intervenir en la reforma del poder en la sociedad. Pero la pregunta no es ya abstracta (cómo debe organizarse el poder), sino concreta: cómo intervenir para reformar el poder existente.

Los triunfos electorales de la izquierda latinoamericana emiten un número plural de señales: pueden ser un indicador del cansancio de la alternancia entre fuerzas tradicionales (Venezuela); o bien, la consecuencia de un avance de las organizaciones propias de la sociedad contra el Estado (Bolivia); o bien, el resultado de la madurez de la conciencia reformadora que se desarrolla por medio de un proceso de hibridación de propuestas ideológicas (sin la concertación, Lagos no habría sido Lagos y probablemente no habríamos tenido a Bachelet).

Aún es temprano para saber si Kirchner es el comienzo de algo desconocido en la historia argentina, o la cola final de un peronismo siempre al borde de la muerte, pero nunca muerto. Es Brasil quien pone en circulación una nueva moneda: una cara nos muestra a la izquierda tradicional en evolución hacia un compromiso democrático y el anverso dibuja los escándalos de corrupción que han acosado al gobierno comandado por Lula da Silva, como una muestra dramática de lo que le ocurre a los dirigentes de izquierda cuando, según los análisis de García Méndez, pierden la fe en el proyecto de reforma, estando todavía en el poder.

La democracia representativa es hoy, a diferencia de otros tiempos, un elemento esencial del consenso mínimo inviolable para acceder a los sitios del poder. El proyecto democrático no consiste en defender la representación política por sus defectos, sino en instalar la crítica reformadora del status quo en los espacios de las instituciones políticas formales. No se trata de promover el idealismo, o el altruísmo en la política. No es tampoco el resultado de la prevalencia de valores éticos sobre prácticas políticas. De lo que se trata es de (re)construir un proyecto político democrático que sea duradero, de larga visión, y no meramente coyuntural.

El problema está en que ese proyecto no se visibiliza por el acto subjetivo de una vanguardia (de izquierda o del signo que sea) que piensa por los actores que dice representar, sino que descansa en la solidez de los procesos democráticos que cimentan y legitiman las decisiones a partir de las cuales se va construyendo un proyecto de sociedad con la participación de la sociedad misma.

Un proyecto democrático descansa sobre un pacto social, que lógicamente le antecede. Querer fijar las condiciones del pacto social desde un proyecto político no compartido nos devuelve a la época de Maquiavelo. O al maquivelismo, cuando hacer política no era precisamente hacer política democrática.
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El Panamá América, Miércoles 8 de febrero de 2006