Partidos para la democracia


PARA entender lo real, quizás convenga distinguir entre lo que es posible y lo que no lo es: los partidos pueden existir sin democracia, pero la democracia no puede existir sin los partidos.

En casi todas las partes del mundo donde ha habido dictaduras y regímenes opresivos, los partidos políticos perviven y desarrollan las modalidades más diversas. Hay partidos ideológicos, cuyo credo es tan fuerte que no pueden ser destruidos por la represión de sus adversarios, pero que amenazan con desintegrarse a partir de un simple desacuerdo; los hay clandestinos, porque la legalidad no les permite hacer la lucha, pero no por ello carecen de organización, voluntad y claridad de ideas; y hay aquellos que están en el tránsito de movimiento social a partido, pues su aspiración a integrar intereses ciudadanos dispersos o atomizados exige visibilidad y coherencia, lo cual no es posible lograr sin constituirse en un actor público y reconocido.

También está la lógica perversa de intentar la subsistencia cuando se ha perdido la sustancia. Hablamos de partidos que son como cascarones, porque nadie hay detrás de la aparición mediática de pretendidos dirigentes; otros que se mueven como satélites, porque su dinámica tiene un centro que está fuera de sí; partidos títeres, porque otros los controlan de modo brutalmente aparente; partidos osificados, porque han perdido la capacidad plástica de representar los intereses de sus afiliados; partidos fantasmas, porque su pasado es todo lo que les queda; partidos en bancarrota, porque, tras apuestas desacertadas, dilapidaron el caudal político que alguna vez tuvieron.

Todos, con indiferencia de su signo positivo o negativo, pueden ser llamados partidos. Quizás alguien apunte que estos no son más que detritus de los partidos, lo que es probablemente cierto. No obstante, me interesa señalar que las democracias se forman con esta rara mezcla de elementos que la preceden. En el mundo real, no solo cuentan los buenos partidos; la democracia los invita a todos.

Estas dos caras de los partidos sin democracia reflejan una dicotomía, o relación bipolar, que se cierne sobre todos los partidos, independientemente del nivel de desarrollo democrático de la sociedad: o los partidos son una expresión del poder del Estado por dominar o transformar a la sociedad, o bien, son una expresión de la sociedad que lucha por transformar el Estado o resistir su proyecto de transformación.

Es por esta razón que en los procesos de transición a la democracia, que más bien debieran ser entendidos como procesos de desarrollo o ampliación democrática (pues la democracia no es un estadio final), persisten tensiones no-democráticas entre los partidos. Es decir, en las democracias en construcción, como la panameña, los partidos son, o pueden ser, tanto un instrumento del Estado para garantizar cierto nivel de estabilidad funcional, como un punto de apoyo de la sociedad para avanzar en su proyecto de desarrollo como nación.

Es lógico que la democracia sea a un tiempo aprendizaje de las nuevas reglas del juego y selección de los más aptos para la democracia. La democracia no aspira a eliminar a sus enemigos, sino a re-educarlos. No excluye a los que tienen lealtades perversas, sino que los invita y los derrota. No silencia, sino que convence. No busca inspirar miedo a los que no la quieren, sino resignación, porque tendrán que aprender a vivir con ella.

La democracia panameña se hizo hace 16 años con los partidos que le dejó la dictadura, porque no podía ser de otra manera. Durante estos 3 lustros, la democracia panameña no ha sido solo el resultado de los designios de los partidos, sino que se ha convertido en un motor generador de cambios a lo interno de los partidos. Se trata de un proceso que no ha concluido, pero que en medio del griterío del día a día, y pese a los desmayos que con cierta frecuencia afloran, avanza con buena salud hacia una más profunda democratización de los partidos y del sistema de partidos.

Los retos parecen muy sencillos cuando los enunciamos. Un partido democrático es una apuesta por la libertad, no menos que por la igualdad, de todos los ciudadanos. Por eso da prioridad a los intereses de la ciudadanía por encima de los intereses de sus grupos y está dispuesto a hacer esa discusión públicamente. Así, un partido democrático se conecta con las demandas y aspiraciones de la sociedad, y logra vencer la ley de hierro de la que hablaba Robert Michels el siglo pasado, no porque su dirigencia se encuentre bajo un mandato (autoritario) de sus masas, sino porque representa los mejores intereses de la democracia. En efecto, un partido democrático, en los tiempos que vivimos, requiere del liderazgo transformador inspirado en valores democráticos. Nada más anacrónico que la doctrina de que los dirigentes deben reflejar la media de los integrantes del partido.

Un partido democrático aspira naturalmente a lograr el acceso a los sitios de poder y control en el Estado que están reservados para la designación mediante elecciones, mas no debe intentar acaparar y manipular al Estado como partido, porque la lógica de la gestión estatal escapa a su competencia. Un Estado que se deja manipular por un partido termina siendo una organización ineficiente, costosa, conflictiva y, al fin y al cabo, antidemocrática.

Los partidos políticos son el puente de oro que conduce de la sociedad civil al Estado, pero cuando las cosas salen mal en el Estado y el puente comienza a desmoronarse, no es extraño ver que ciertas figuras (indiscutiblemente políticas) retornen al ámbito de la sociedad civil, en busca de un espacio desde donde volver a impulsar el credo democrático.
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El Panamá América, Sábado 8 de abril de 2006