La democracia se autoanaliza


Después de que se han escrito tantos libros sobre la democracia, ¿queda todavía algo que no se haya dicho sobre el tema y que valga la pena decirlo? Después de que ya no queda nadie que se atreva siquiera a sugerir que conoce o defiende un modo de organización social que sea superior a la democracia, ¿vale la pena seguir debatiendo en torno a la democracia?

Quizás sorprenda algunos que las respuestas a estas preguntas sean afirmativas; lo cierto es que un informe sobre la democracia en América Latina publicado recientemente por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) revigoriza el concepto y lo vincula a los grandes desafíos que enfrentan las sociedades latinoamericanas contemporáneas, y nos alerta sobre amenazas latentes y peligros potenciales.

El documento La democracia en América Latina, que lleva por subtítulo Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos, anuncia en su frontispicio la orientación de la investigación que duró cerca de tres años e involucró el trabajo de un equipo de profesionales y académicos de reputación internacional. Por demasiado tiempo los análisis de la democracia se concentraron en el funcionamiento de los sistemas sociales, particularmente el sistema electoral, y sus conclusiones se quedaron en abstracciones acerca de la legitimidad formal de los gobernantes.

Las nociones que hoy circulan popularmente sobre la democracia son el resultado de una época en que los juristas analizaban normas jurídicas y certificaban la existencia del régimen democrático y los politólogos examinaban las instituciones y refrendaban el carácter democrático de las autoridades.

Los que señalaban los errores estructurales del sistema y condenaban moralmente a sus gobernantes eran tildados de locos, subversivos o comunistas, cuando no las tres cosas a la vez. Con el tiempo, tras lo que Samuel Huntington en los 90 llamó la tercera ola de la democracia, ha venido calando la preocupación de que no se puede tener una democracia sin personas con valores y actitudes democráticos; es decir, sin ciudadanos. Es cierto que la democracia es una realidad política y que necesita de los sistemas sociales para su funcionamiento, pero la democracia no es indiferente a realidades que se encuentran fuera del sistema político ni se reduce a una determinada modalidad de régimen político.

El informe del PNUD tiene la virtud de que ayuda a organizar el pensamiento de la democracia y enseña a escapar de esas falsas dicotomías de que está poblada la historia del pensamiento democrático; o sea, analiza la democracia desde la democracia misma. ¿Tiene sentido hoy contraponer los derechos civiles a los derechos políticos? ¿O los derechos individuales a los sociales?Una concepción democrática de los derechos mueve a reconocer la imperiosa necesidad de que todos los derechos sean respetados y que tanto la sociedad como el gobierno se aboquen a la búsqueda de las formas más adecuadas para lograr su cumplimiento.

¿Tiene sentido hoy defender la democracia representativa contra la participativa o viceversa? ¿Se puede fundar en valores democráticos la opción por solo una de las dos, o la preeminencia de una sobre la otra? Hay que vencer la tiranía del "o" (escuché el otro día en una reunión en la que no había filósofos ni se discutía la obra de Kierkegaard, era una reunión de gerentes de empresas y comentaban sobre la mejor manera de impulsar los negocios) y dar por agotada una visión parcializada y muy estrecha de lo que es la democracia.

La democracia quizás no pueda medirse en una escala del 1 al 10, pero los elementos que integran una sociedad democrática si puede ser analizados y ponderados empíricamente. El informe del PNUD hace precisamente eso; nos da información pormenorizada del nivel de cumplimiento de los derechos que integran la ciudadanía por cada uno de los 18 países estudiados, y, para decirlo en un tono moderado, los resultados no son del todo positivos.

Digámoslo sin ambages: hay grandes segmentos de la población que no gozan de las ventajas de una sociedad democrática, porque están excluidos de las actividades que generan riqueza y ven menoscabadas desde su nacimiento sus oportunidades de crecimiento y desarrollo. Pero no es que estén excluidos del padrón electoral. Votan en cada elección, pero nada cambia para ellos. Pueden ser postulados a algún cargo de elección popular y hasta podrían ser beneficiados por los escrutinios, pero ello no es sinónimo de un mejoramiento de la calidad de vida de la gente que puso los votos.

Como las panameñas y los panameños acabamos de concluir un torneo electoral exitoso en buena medida, y no tenemos los problemas de violencia y fraude que anulan la voluntad popular y reconocemos a los triunfadores como legítimos gobernantes, corremos el riesgo de cometer el error de creer que la democracia aquí está asegurada.

El informe La democracia en América Latina reconoce la evolución positiva que, en términos generales, ha tenido el régimen electoral, pero nos advierte que sólo eso no es suficiente para lograr una sociedad democrática. ¿Por qué es importante el debate sobre la democracia en el mundo contemporáneo? Precisamente porque hay grupos y organizaciones que se autodenominan "democráticos", pero un examen de sus prácticas, valores y principios demuestra que en momentos cruciales sus acciones podrían constituir una amenaza para el desarrollo de la democracia.

Uno de los instrumentos del informe consiste en un sondeo de opinión que se le aplicó a una muestra de cerca de 20 mil personas (en Panamá fueron distribuidas 1010 entrevistas) y los resultados permitieron agrupar a los entrevistados en tres grandes sectores, según los puntajes obtenidos, en demócratas, no demócratas y los ambivalentes. El resultado global del informe muestra que el primer grupo es el de mayor tamaño, con un 43%, y su opuesto, el de menores dimensiones, con un 26.5%. En medio está la franja de ambivalentes con un 30.5% que, según las circunstancias, puede sumar de un lado o del otro.
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El Panamá América, Martes 18 de mayo de 2004

El apoyo a la democracia


Una mayoría ciudadana con valores, conductas y actitudes democráticas puede ser para algunos causa de un optimismo pasivo, pues hace creer que la transición democrática se ha consolidado en esta tierra de forma irreversible.

El estudio La democracia en América Latina, elaborado por el Proyecto sobre el Desarrollo de la Democracia en América Latina (PRODDAL) y difundido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), ofrece una serie de datos y herramientas de análisis que permite comprender que la realidad no es tan simple, y que hay razones de sobra para afirmar que en las actuales circunstancias las democracias latinoamericanas caminan sobre un delgado hielo cuando soplan los vientos de los conflictos sociales.

Según PRODDAL, que a través de la muy conocida encuesta Latinobarómetro, llevó a cabo un sondeo de opinión, en Panamá y en otros 17 países, para indagar cuáles son las percepciones y actitudes en torno a la democracia, no basta con dimensionar los grupos de demócratas, no demócratas y ambivalentes. Es necesario, además, valorar las distancias que separan a estos grupos y ponderar su participación en la vida pública.

Una fórmula compleja que conjuga estas tres variables, tamaño, distancia, y participación, es la que ha servido a PRODDAL para proponer un índice de apoyo a la democracia. De acuerdo a dicho índice, si los demócratas son el grupo mayoritario, los separa una distancia relativamente pequeña del grupo de los ambivalentes y son más participativos que los otros dos grupos, entonces tenemos una democracia que goza de buena salud y su índice será superior a 5. Es el caso de Costa Rica. En un hipótesis contraria, si los no demócratas son una mayoría, los ambivalentes se encuentran más cerca de ellos que de los demócratas y el activismo de la mayoría no demócrata es superior al del grupo de demócratas, entonces se trata de una democracia frágil y el indicador mostrará una cifra inferior a 1.

Fuera de esos extremos está el caso de Panamá, en el que los demócratas son el grupo más numeroso, pero no son la mayoría, los ambivalentes se encuentran ligeramente más cerca de los no demócratas que de los demócratas y el activismo de los que no son leales a la democracia es superior al de los leales, que dicho sea de paso, es bastante bajo, uno de los más bajos en el estudio, entonces tenemos una democracia con un respaldo favorable pero no sólido, ni consolidado. Su vulnerabilidad proviene del efecto combinado de que una parte importante de sus ciudadanos no está totalmente comprometida con la democracia, pero ocupa posiciones importantes en su sistema político y su sistema de partidos.

Considerados los 18 países, el promedio para América Latina es de 2.03, lo que es bastante positivo y es una señal de que la democracia goza de respaldo en la población, sin estar exenta de vulnerabilidades. El promedio de Panamá es de 1.61, inferior al latinoamericano, y al de todos los países de la subregión centroamericana y México. La democracia panameña tiene, en términos generales, el respaldo de la gente; pero es vulnerable desde distintos puntos de vista, el más visible de los cuales tiene que ver con la dinámica, no con el diseño, de su sistema político y su sistema de partidos.

Es engañosamente fácil sugerir correctivos a esta situación. Por ejemplo, recomendar a los partidos que sean más exigentes en la selección y formación de sus líderes. Así ellos actuarían como filtro al momento en que un público más amplio -la ciudadanía- deberá mostrar sus preferencias. Si los partidos hacen un esfuerzo sistemático por promover y formar líderes democráticos, parecería que estamos reparando una buena parte de las grietas del actual sistema, pues entonces se reducirían las probalidades de que políticos con un grado mínimo de lealtad a la democracia utilicen la plataforma del partido para conquistar la adhesión de los electores, la tiempo que fomenta la ambivalencia hacia la democracia o su franca desvaloración. Pero esta es una apariencia de remedio, y no el remedio puro y verdadero.

Más allá de la cuestión de si los partidos son, o pueden llegar a ser, escuelas de democracia, hay una problemática más honda y más humana, pero a veces menos visible. Es la cuestión social, la existencia de una parte importante de la población que nació y vive en condiciones de pobreza y exclusión social, a la que hay que sumarle la que, sin ser pobre, lucha diariamente por escapar de las garras de la marginalidad, el desempleo y el subempleo, y que por lo tanto es muy vulnerable en los ciclos económicos.

Hay una parte importante de panameñas y panameños rurales y semiurbanos que sienten que el Estado los ha abandonado, no porque no les dé nada, sino porque no tienen agua potable, ni luz, ni energía eléctrica, ni caminos de acceso, y ven a sus pequeños y a sus mujeres terminar una corta vida por razones totalmente injustificables, dados los estándares nacionales en materia de atención primaria.

En última instancia, el apoyo a la democracia es frágil cuando la desigualdad y la pobreza se han extendido peligrosamente. Ese es el caldo de cultivo del que nacen los liderazgos políticos no comprometidos con la democracia. Allí radica la tensión que surge entre democracia y desarrollo económico que se registra en aquellas respuestas del estudio de PRODDAL que señalan que "apoyarían a un gobierno autoritario si resuelve los problemas económicos", o bien, que "creen que el desarrollo económico es más importante que la democracia". Así lo manifestó el 54.7% de los encuestados, en cuanto a la primera aseveración, y el 56.3% en cuanto a la segunda.

No debe extrañar que así lo afirmaran el 44.9% y el 48.1%, respectivamente, de los que contestaron que prefieren la democracia a cualquier otra forma de gobierno.
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El Panamá América, Martes 25 de mayo de 2004

Crítica democrática de la política


Los que no estamos de acuerdo con el estado actual de cosas, llámese la Constitución, el actual sistema de partidos, las políticas públicas, etc., criticamos con frecuencia el mundo de la política, porque nos parece que algo crucial para la sociedad se define, o deja de definirse, en el ejercicio del poder político. Pero esta cotidianidad tiene una estructura más profunda que es necesario auscultar más allá de lo que ocurre día tras día. Es necesario emprender una crítica de la política que no sea un mero rechazo del presente ni una evocación nostálgica de un pasado autoritario.

Hacer la crítica democrática de la política no es igual a levantar una topografía sobre las actuales; no obstante, sí podemos contar con un mapa que nos indique en qué consiste el malestar de la política sería más fácil establecer cuál debe ser el camino de salida a los problemas de hoy. Eso es lo que propone el informe La democracia en América Latina, que una serie de investigadores preparó para el PNUD y que fue publicado recientemente.

En los próximos párrafos presentaré sólo una sección del documento y lo haré poniendo de relieve el tipo de crisis a que se enfrenta la política en cada caso.

*La política sufre una crisis de sentido, pues la articulación de los proyectos nacionales ya no se da a través de la política. Los líderes políticos y los partidos no parecieran reconocer como su tarea primordial la búsqueda de un proyecto colectivo viable que sea relevante para la ciudadanía.

*La política atraviesa por una crisis de confianza, ya que sus actividades y organizaciones están desconectadas de las reclamaciones ciudadanas, que por lo general desbordan las competencias de sus representantes políticos. Una democracia sana necesita que la ciudadanía crea en sus políticos y que sus políticos son capaces de tomar decisiones en el bien de todos.

*La política adolece de una grave crisis de funcionalidad, porque lo mucho que la sociedad invierte en las elecciones no lo recupera luego en soluciones reales a sus problemas. El Estado está llamado a cumplir una serie de prestaciones de modo eficaz y eficiente, sobre la base de los dineros y la confianza que le aporta la ciudadanía.

*Hay también una grave crisis ideológica o de contenido, porque las grandes cuestiones de la política ya no son tratadas y decididas por los Estados. Los poderes fácticos, sean legales (como los económicos y los mediáticos) o ilegales (como los que ejercen las organizaciones criminales y las guerilleras) son los que manejan a una sociedad que se ha vuelto impotente o meramente reactiva.

*La política padece también una crisis de valoración, pues los parlamentos y los partidos gozan de una baja estima por parte de la ciudadanía, a pesar de ser ampliamente compartida la convicción de que no hay democracia sin partidos. El déficit afectivo -el llamado prestigio- sólo puede ser cubierto por una reorientación de las relaciones entre las asambleas legislativas y los legisladores, y la ciudadanía.

*La crisis de representación ha llevado a que los medios de comunicación ocupen la escena pública, sin que ello signifique que las demandas ciudadanas han recibido una respuesta adecuada. Los vacíos de poder no existen más que de modo efímero, y si el Estado y los partidos muestran incapacidad en cumplir un rol orientador, otras organizaciones se encargarán de dicha tarea.

*La política, como solíamos conocerla, también enfrenta una crisis de institucionalidad, pues ante el vaciamiento de su contenido, otras instancias sociales han procedido a llenar el vacío. En los últimos años se ha auto-organizado un sistema paralelo de intermediarios que funcionan como instituciones de respuesta a las demandas ignoradas por el Estado y los partidos.

*A la política la aqueja, además, una crisis de ajuste ambiental, pues el Estado y los partidos, deben reconocer que el entorno en el que funcionan se ha hecho más complejo debido a la presencia de una sociedad civil organizada que tiene una misión muy importante que cumplir. Si bien es cierto que la labor de la sociedad civil es omplementaria a la que desempeñan los políticos, no es menos cierto que las organizaciones de la sociedad civil tienen sentidas aspiraciones y fuertes exigencias en cuanto a reclamar, controlar y proponer en todos los asuntos públicos.

*Lo anterior ha traído como consecuencia una "crisis de redimensionamiento" de la esfera pública, pues ahora se han abierto caminos que antes se presentaban como cerrados y excluyentes. El crecimiento de la esfera pública ha generado, a su vez, la aparición de formas alternativas de representación, que sin pretender sustituir a las tradicionales, constituyen un espacio importante de construcción de la democracia.

*La política sufre una crisis de motivación, pues si las decisiones fundamentales no se forman a través de los partidos ni se toman en los ámbitos del Estado, sino que son los poderes fácticos los que decretan el rumbo de las cosas, entonces es lógico que se generalicen la apatía y la desconfianza hacia las organizaciones política y el Estado. Sin una verdadera participación ciudadana en la toma de decisiones fundamentales, la política se vuelve irrelevante.

No creo que la lista, que he reproducido y en ocasiones interpretado en el mismo orden que tiene el informe del PNUD, sea exhaustiva; pero proporciona una guía para realizar una serie de reflexiones sobre cómo podemos mejorar la calidad de nuestra democracia. El tema debe ser discutido a lo interno de los partidos, y fuera de ellos. Lo deben tratar las universidades y también las escuelas.

No se trata de ofrecer disculpas, ni de mostrar una actitud defensiva. Lo que se requiere es un ánimo pro activo, en donde la imaginación y la creatividad reemplacen la amargura y la revancha que dejan las lides políticas cuando son estériles. El debate está abierto.
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El Panamá América, Martes 8 de junio de 2004


Déficit de Estado


Una cosa es hacer política y otra el ejercicio del poder público. La primera está hecha del comportamiento de los actores políticos y sociales en el mundo público, que tiene como contenido los intereses particulares y los públicos. Hacer política es influir sobre los demás, pero no de forma coactiva sino como resultado de una apelación a valores y principios.

La democracia necesita que se haga política, que organizaciones de distinto tipo en cuestiones que atañen a los asuntos de todos se involucren. Cuando se dice, por ejemplo, que toda democracia necesita partidos políticos, lo que se quiere comunicar es que es impensable una democracia sin éstos, pero no viceversa. Es decir, lógicamente podría existir un sistema en que haya partidos sin democracia, cosa que ha ocurrido.

Para ser más exactos, lo que la democracia necesita no es sólo de partidos políticos, sino que los mismos la defiendan como una cuestión de principios, porque dichos colectivos siempre tendrán la vía abierta para defender beneficios y privilegios de que gozan sus miembros, aunque ello tenga una muy dudosa credencial de ser el producto de la democracia. Igualmente, las llamadas organizaciones no gubernamentales hacen política, estén o no conformadas por gente de diversos partidos o no afiliada a ninguno, e independientemente de que, como identidad corporativa, éstas se abstengan o no de manifestar su apoyo a un candidato en un torneo electoral.

La democracia del siglo XXI también necesita que los miembros de la sociedad se activen en organizaciones cívicas, profesionales, sindicales, estudiantiles, etc., no con cualquier contenido, sino para llevar un mensaje a la sociedad que fortalezca la práctica de la democracia. Todo esto -lo que hacen los partidos y la llamada sociedad civil- es hacer política, incluso cuando no se favorece la democracia.

Algo un poco distinto es ejercer el poder del Estado. Aunque se trata de un juego en el que también hay una pelota, hay que tener cuidado de jugar al fútbol cuando se está en una cancha de baloncesto. Las reglas son distintas y los jugadores lo saben. Los especialistas le llaman de modos diversos: el marco normativo, el diseño institucional, no importa los nombres. Lo importante es que el ejercicio del poder público siempre es una actividad sometida a unas reglas muy especiales.

Son especiales porque se encuentran por escrito a la vista de todos en documentos, muy especiales también, que se llaman Constitución y leyes. Ejercen el poder público la Presidenta de la República y sus ministros, los legisladores, los magistrados de la Corte Suprema, y también los tribunales inferiores hasta el último peldaño, que son los jueces municipales. Los jefes de la policía, el procurador, el contralor, los directores de entidades autónomas, etc., también ejercen un poder que por su propia naturaleza es público.

Este carácter público no es una cuestión de forma, sino de contenido, porque no es lo mismo ocupar un cargo que ejercerlo. De la misma forma como a la democracia no le basta que se haga política, sino que se necesita de una política democrática, tampoco le basta con que haya gente que ejerza el poder del Estado. La democracia necesita que el ejercicio del poder público esté orientado a fortalecer la democracia.

Cuando los actores políticos y sociales tienen una predisposición hacia la intolerancia, al irrespeto de los derechos de los otros, una escasa sensibilidad ante las situaciones de injusticia social, y una indiferencia total en cuanto al acatamiento de la Constitución y las leyes, la política comienza a trabajar en contra de la democracia y se requiere de la activación de una política democrática, tanto por los colectivos políticos, como por las asociaciones civiles.

¿Pero qué ocurre cuando quienes ejercen el poder del Estado se dedican a hacer política en función de sus propios intereses y beneficios? Me explico: obviamente las personas que desempeñan cargos públicos siguen siendo personas con intereses personales desde el primer día hasta el último de su período. Desengáñese el que alguna vez pensó que no era así; deje de estar mintiendo por ahí el que dice lo contrario. Es obvio que dichas personas mantienen lo que -a falta de mejor término- podríamos llamar una doble vida, pues al mismo tiempo que ejercen cargos públicos son empresarios, miembros de una familia, de una iglesia, de una o varias asociaciones civiles, etc.

El problema no está en la doble vida, sino en la usurpación de una de las vidas por la otra. La pregunta supone que ésas son realidades insuperables, pero busca despertar una preocupación sobre un problema que es tan actual como perenne: ¿Cómo se manifiesta y qué consecuencias tiene el ejercicio del poder público en función de intereses particulares y en detrimento de los principios y valores democráticos?

Enrique Iglesias, director del BID, en un texto elaborado para el Proyecto sobre el Desarrollo de la Democracia en América Latina (PRODDAL), explica: "Un detenido diagnóstico del desarrollo de la región puede dar cuenta de un crónico déficit democrático que, frecuentemente, se ha traducido en fenómenos de autoritarismo, clientelismo, amiguismo y, en casos extremos, de nepotismo, que han sido la expresión, a nivel del régimen político, de una "captura" de las instituciones y políticas públicas por intereses particulares (de un partido político, o gremio, o grupo económico, o una familia, o intereses regionales y locales).

Esa suerte de "privatización perversa" del Estado, que ha estado en la base de los fenómenos de corrupción, ha conducido a intervenciones estatales desincentivadoras de un funcionamiento eficiente del mercado y promotoras del rentismo y la especulación." Ahora que el Canal es nuestro y una sola bandera ondea sobre este territorio, ¿cuáles son los principales obstáculos para que las panameñas y los panameños podamos darnos un Estado democrático?
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El Panamá América, Martes 15 de junio de 2004

El retorno de la ideología


Poco se usa el término "ideología" en estos tiempos, pero su concepto está en el centro del debate sobre la democracia.

Una de las conclusiones del informe del PNUD sobre la Democracia en América Latina, dirigido por Dante Caputo, y divulgado en los meses de mayo y junio de este año en todos los países de la región, es que la pobreza y la desigualdad han hecho mella en la confianza y la lealtad que tienen los latinoamericanos en sus democracias.

Se trata de una evaluación de conjunto en la que hay que destacar que el grupo mayoritario se caracteriza por una orientación democrática y el grupo que opta o prefiere soluciones no democráticas es una minoría. En medio de los dos, hay un sector menor que el primero, mayor que el segundo, que destaca por su ambivalencia. Este tercer sector suma en ocasiones a la causa democrática; pero en situaciones críticas podría pegar el bandazo y configurar una mayoría para la cual cual la democracia incomoda.

De allí que uno de los mensajes centrales de la investigación sea que el terreno ganado por la democracia no está en modo alguno asegurado.A esa conclusión se llegó luego de que se aplicaran en total poco más de 18 mil encuestas en 18 países (Panamá entre ellos) seleccionados por el PRODDAL (Proyecto sobre el Desarrollo de la Democracia en América Latina), que fue el grupo técnico que elaboró el estudio. Dichas encuestas tenían por objetivo establecer una medición sobre el grado de lealtad hacia la democracia, mediante una serie de preguntas acerca de cuestiones prácticas que se le plantean a ciudadanos y ciudadanas que integran el magma de la vida pública y política de nuestras sociedades.

A los encuestados se les hicieron preguntas como: "Si el país tiene serias dificultades, ¿está muy de acuerdo, de acuerdo, en desacuerdo o muy en desacuerdo con que el presidente no se limite a lo que dicen las leyes?". O esta otra: "Si el país tiene serias dificultades, ¿está muy de acuerdo, de acuerdo, en desacuerdo o muy en desacuerdo con que el presidente controle los medios de comunicación?". Las respuestas que dieron los entrevistados son un derivado de su actitud hacia el estado de derecho y la libertad de expresión. Sobra decir que más allá del uso de las etiquetas, la democracia tiene una existencia sólida cuando las opciones de los individuos por el estado de derecho y la libertad de expresión son muy arraigadas.

Una de las líneas de trabajo que sugiere le informe del PNUD es la educación sobre la democracia. Es decir, es importante conocer las tendencias de los mercados y tener una buena idea sobre el comportamiento de las inversiones y tratar de posicionar al país allí donde habrá un mayor flujo de capitales; es de suma importancia conocer cómo son nuestros hombres y mujeres pobres, nuestros niños y niñas pobres, dónde están y cuáles son los principales obstáculos para su desarrollo, porque de esa manera el Estado puede liderar un esfuerzo eficaz y eficiente en reducir los vergonzosamente altos niveles de pobreza; pero también es de crucial importancia que el crecimiento económico y el desarrollo social se den en democracia, porque a estas alturas de la historia mundial ya sabemos que los caminos oblicuos hacia la democracia conducen al extravío y una ganancia rápida puede transformarse en una desventaja duradera.

La educación sobre la democracia parte del supuesto de que una sociedad con individuos que profesen valores democráticos, opten por conductas democráticas, y prefieran entregar su respaldo a acciones y proyectos democráticos, es más productiva y tiene la capacidad de avanzar más rápido y dejar atrás a la pobreza, que las sociedades caracterizadas por la prevalencia de las conductas represivas, las soluciones autoritarias y los valores que en términos generales privilegian el uso de la fuerza sobre el diálogo de razones plurales.

Este énfasis en la necesidad de educar en los ciudadanos y ciudadanas una "visión del mundo" que no solamente sea compatible con la democracia, sino que contribuya a que la democracia se desarrolle y se arraigue, no es más que el retorno del concepto de ideología, que fue expulsado junto con las perversiones que se generaron con la justificación de la violencia como medio idóneo para fines políticos legítimos.

La dictadura no pudo haber vivido tanto tiempo entre nosotros -para no hablar del resto de América Latina- sin una cierta ideología de la dictadura. Lamentablemente, en los años subsiguientes con la ideología de la dictadura se buscó desechar toda ideología, e incluso algunos pensaron que se había logrado dar muerte a la ideología en general.

La democracia depende, pues, de la difusión y profundización de la ideología democrática. Queremos elecciones, pero también queremos que nuestro sistema electoral sea más democrático; queremos partidos políticos, pero queremos que nuestros partidos políticos se democraticen; queremos que los gobernantes mantengan una conducta democrática, pero también tenemos que exigirles a los empresarios, a los gremios y a todos los grupos organizados una adhesión a los valores democráticos y un respaldo al proyecto mismo de desarrollar la democracia en la sociedad.

Crecer en democracia sólo puede ser valorado en su justa dimensión si se reconoce que se puede crecer sin democracia, aunque ello no sea sostenible en el tiempo. Esto no es una idea abstracta, es parte de nuestro pasado común reciente. Por eso es indispensable el rechazo frontal contra todo intento de manipular las percepciones y las informaciones públicas y del público que quieren hacernos ver que si la economía crece, todo está bien, todo se puede perdonar (la corrupción, por ejemplo), y -¿por qué no?- repetir. Aunque el término ideología dejó de usarse, los cantos de sirena que buscan alejarnos del camino democrático no han cesado en ningún momento.
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El Panamá América, Martes 12 de octubre de 2004

Todas las izquierdas


LOS RECIENTES triunfos electorales de Evo Morales y Michelle Bachelet, en Bolivia y Chile, respectivamente, han estimulado una creciente serie de opiniones sobre los avances de la izquierda latinoamericana y su potencial desafío a la hegemonía de Washington en el subcontinente. ¿Se trata de una tendencia regional? ¿Dónde se ubica Panamá dentro de esa tendencia?

La respuesta debe repasar el contexto de una región en la que ya están instalados un presidente del Partido de los Trabajadores en Brasil (Lula da Silva, que probablemente se reelegirá este año), un abierto aliado económico y político de Fidel Castro en la presidencia de Venezuela (Hugo Chávez, que muy probablemente en el 2006 volverá una vez más a vencer a sus rivales mediante el conteo de las papeletas), un partido socialista en el poder en Uruguay (bajo el liderazgo de Tabaré Vásquez), un justicialista asociado a los sindicatos en la casa presidencial argentina (Néstor Kirchner), y un acrisolado exponente del socialismo sudamericano (Ricardo Lagos), que tras cuatro años de reformas y cambios institucionales entrega a su relevo la batuta del gobierno chileno con un 80% de popularidad.

En el futuro inmediato, este avasallador renacimiento de la izquierda latinoamericana amenaza con colocar este año en el sillón presidencial a otros dos personajes, Ollanta Humala, en Perú, y Lucio Gutiérrez, en Ecuador, que, aunque no tienen una trayectoria de luchas de izquierdas, cuentan con el apoyo de estas fuerzas en la visita a las urnas. El 2006 también será testigo de comicios presidenciales al sur del Río Grande: la figura cimera de la izquierda mexicana, Andrés López Obrador (actual jefe de gobierno de la Ciudad de México), se eleva con mucha fuerza en las encuestas electorales del país azteca; y, finalmente, con el sólo propósito de agravar las pesadillas de la Casa Blanca, Daniel Ortega, máximo paladín del sandinismo, concentra las preferencias de voto de una mayoría relativa de nicaragüenses.

Este desolador panorama para los partidos de derechas es más ambiguo y más complejo de lo que el ojo a simple vista puede captar. Al examinar las sinuosidades de la llamada izquierda latinoamericana, nos damos cuenta de que son agrupaciones muy diversas. Pueden estar unidas en un gran movimiento o ser fragmentarias y expresarse a través de varios partidos. Cuando visité Mexico DF, en 1985, me percaté de que había cinco partidos socialistas, uno de los cuales llevaba por nombre Partido Socialista Unificado.

Algunas izquierdas se proponen aún abolir el capitalismo, aunque no saben exactamente cómo; otras sólo quieren administrarlo con un poco más de sensibilidad social. Hay gente de izquierda que piensa que la corrupción es una forma de redistribución de la riqueza; otras, que el capitalismo es fundamentalmente corrupto. Hay izquierdas que no creen que la estructura del partido sea un medio apropiado para sus fines, ni que la actividad parlamentaria les permita alcanzar sus metas; otras se sienten muy cómodas no siendo más que un partido y manteniendo sus escaños en el congreso.

La izquierda puede ser reformista o revolucionaria; tradicional, moderna o posmoderna; puede amar el poder o detestarlo. Hay izquierdas autoritarias, que viven en la creencia de que hay que apoderarse del Estado, porque este es el mejor instrumento para imponer un bienestar igualitario. También hay izquierdas con un compromiso democrático, entre las cuales la sola mención de la "dictadura del proletariado" mueve a risa; en cambio, se toman muy en serio el estado democrático constitucional de derecho, como la única forma de conquistar una sociedad más libre y capaz de reducir las disparidades.

Hay izquierdas ateas, pero las hay también que son cristianas o musulmanas; hay izquierdas nacionalistas y otras que luchan contra los nacionalismos. Hay, finalmente, izquierdas sectarias e intolerantes, para las cuales hay solo un tipo de izquierdas que son las "verdaderas"; hay otras que reconocen que los contextos, las tradiciones, las tareas y los retos que las afectan, cambian de país a país, y que no hay una interpretación que sea más de izquierda que otra. Así podemos explicarnos que haya algunas para las cuales la identidad de izquierda es muy importante y otras para las que no lo es en absoluto.

Este es quizás el punto en el que Panamá constituye una verdadera excepción en América Latina. Me permito hacer una pregunta incómoda: ¿Por qué en Panamá la izquierda, que definitivamente votó con Torrijos, no reclamó el triunfo como suyo? ¿Por qué ningún diario tituló a 6 columnas "Ganó la izquierda" al día siguiente de los comicios electorales del año pasado?

La primera de las posibles respuestas es que en Panamá no ganó la izquierda. ¿Quién ganó entonces? ¿El pragmatismo gerentocrático del status quo? Puede ser. El problemas es que es muy poquita gente para ganar unas elecciones, aunque luego ocupen la mayoría de los cargos. Sin la militancia tradicional de izquierda, sin sus cuadros y organizaciones, sin la simpatía de sus intelectuales, Torrijos no habría ganado los comicios de mayo.

Otra posible respuesta busca valorar el abanico de intereses sobre los que se apoyó el triunfo electoral de Torrijos. El argumento es plausible, pero sólo a costa de reconocer que uno de los socios visibles de "Patria Nueva" es precisamente la vieja izquierda del llamado proceso octubrino que en los 70 comandó el General Torrijos. La izquierda es, pues, parte del grupo ganador.

Decir que en Panamá ganó la izquierda (aunque en asocio con otras fuerzas democráticas) podría tomarse por algunos como un pronóstico de lluvia en la meteorología de las inversiones. Hacerle mucha publicidad a la cuestión podría causar alguna inquietud en el Club Unión y sembrar algunas dudas en el criterio editorial de Mundo Social. Hasta podría causar indignación tanto en la izquierda no gubernamental, como en la derecha apoltronada en oficinas públicas.

La fórmula panameña es no darle importancia al tema. Un sincretismo político de finos cartílagos, preñado de símbolos y abúlico en el discurso, parece resolver la identidad ideológica de la alianza de gobierno en momentos en que flotan las preguntas sobre qué es nuestra izquierda y cuál es su proyecto.
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El Panamá América, Martes 24 de enero de 2006

Las dos alas de la democracia


EN una serie de recientes ensayos, Jorge Castañeda, el controversial intelectual mexicano que desempeñó por un bienio el cargo de Canciller cuando Vicente Fox asumió la presidencia de ese país y que hace dos años lanzó su candidatura ciudadana a la Presidencia de la República, distingue entre dos tipos de movimientos ideológicos de izquierda: el primero tendría sus orígenes en la vieja izquierda comunista y socialista, por un largo tiempo ligada a la hegemonía mundial que pretendió el Kremlin, y el segundo estaría compuesto por los regímenes populistas que son tan característicos y tan propios del sub-hemisferio.

El primer grupo lo integrarían los líderes de Chile, Brasil y Uruguay; mientras que, según Castañeda, los de Venezuela, Argentina y Bolivia formarían el segundo. A su compatriota, Andrés Manuel López Obrador, candidato presidencial en los comicios que se celebrarán este año en el país azteca, el ex canciller lo ve como parte del grupo de populistas, a los que además de describir como entusiastas picapleitos con Washington, tilda de irresponsables en materia fiscal y macroeconómica.

A Daniel Ortega, en cambio, lo ve formando bloque con los primeros. Estos planteamientos han sido publicados en diarios y revistas importantes (Newsweek, The Washington Post, El País, La Tercera), uno de ellos bajo el sugerente título de "Las dos alas izquierdas de América Latina" (la versión que publicó Newsweek el 9 de enero en inglés difiere de la española en algo más que matices.

Más allá de las pretensiones de su autor de constituirse en un "trendsetter" (de alguna manera una buena parte de los que escribimos columnas de opinión sufrimos de la misma ilusión), la cuestión del giro a la izquierda en el subcontinente latinoamericano reclama la atención de los analistas y también es merecedora de comentarios en las páginas de opinión de los diarios nacionales, cuando se explora la profundidad que el tema tiene, o pudiera tener, en el contexto de la realidad nacional.

En una entrega anterior sostuve que la izquierda latinoamericana es muy diversa y que su conducción política no sigue un patrón único. A diferencia de Castañeda, no veo utilidad en reducir la variedad a dos subtipos, y me parece que el encasillamiento que hace el autor mexicano está aún muy comprometido con un esquema de guerra fría que no permite ver más lejos en el horizonte de hoy. Además, pareciera que al final la cuestión se reduce a qué tipo de relación se tiene con Washington y si se reconoce la validez del consenso neoliberal sobre ciertos cambios efectuados en la esfera económica.

En mi entender, la cuestión debe plantearse de modo diferente. La evolución de la izquierda no obedece a una dinámica internacional ni pura, ni principalmente, y su reorientación ideológica no privilegia sustancialmente las cuestiones económicas. La diversidad de la izquierda es el resultado de un crecimiento desigual (desigual y combinado, diría Trotski) de la conciencia democrática y una maduración de la institucionalidad de la República que la apoya como contexto sociohistórico.

La raíz del cambio es, pues, interna a las sociedades, y se manifiesta luego en el terreno de la geopolítica. Tampoco veo el cambio de modo homogéneo. No se debe pensar que la izquierda argentina es peronista, ni que la mexicana volverá al populismo anterior a Salinas de Gortari, o que la izquierda chilena más radical se ha esfumado por completo. Más bien, lo que hay es un debate entre distintas fuerzas de izquierda que se disputan la legitimidad de la representación popular. Cada país ofrece una resolución distinta, y en la política el juego de fuerzas es siempre muy dinámico.

Un esbozo más dinámico de la geopolítica continental menoscabaría la seguridad de que hay un giro o tendencia latinoamericana hacia la izquierda. Interesa más analizar "lo que se discute" y menos quiénes lo discuten, pues no podremos encontrar actores con características equivalentes en cada una de las naciones con líderes de izquierda. Chávez no tiene parangón, sospecho que Evo Morales no se parecerá ni a Castro ni a Kirchner, y Andrés Manuel López Obrador podría parecerse más a Ernesto Zedillo (lo que Castañeda no comparte) que a cualquiera de los integrantes del (ridículamente) llamado "eje del bien".

Los méritos políticos de la izquierda latinoamericana deben ser evaluados sobre la base de su proyecto de Estado y no sobre los resultados obtenidos en las urnas, pues, además de lo transitorio que resultan todos los cargos de elección, hay que reconocer que existe un gran trecho entre "una izquierda en el poder" y "una izquierda con poder". Insisto en revisar y debatir sobre la noción de proyecto político. Panamá puede ser una buena ilustración quizás del movimiento subterráneo que recorre el continente.

Así como en 1903 dos fuerzas tradicionalmente opuestas, liberales y conservadores, se pusieron de acuerdo para impulsar un proyecto de país independiente (lo que marcaba una ruptura entre los liberales panameños y los liberales colombianos, y otra entre los conservadores panameños y los conservadores colombianos), tras la conquista de la unidad territorial lograda el 31 de diciembre de 1999, el eje articulador de un proyecto de Estado solo lo puede proporcionar el ideal democrático.

En la medida en que la alianza de fuerzas que salió victoriosa en las urnas en el 2004 le dé fuerza al proyecto democrático, podrá mantenerse como una propuesta política viable con capacidad de proyección y expansión. En la medida en que se desmorone la voluntad de acceder a mayores niveles de ejercicio democrático, porque no hay voluntad, la unión entre izquierdas y derechas que caracteriza al actual régimen podría palidecer en la búsqueda de un reparto de posiciones, que siempre será insatisfactorio para todas las partes en juego.
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El Panamá América, Martes 31 de enero de 2006

Política, entre el pacto y el proyecto


COMO Maquiavelo, las izquierdas aprendieron latín, pero no griego. Sus análisis se fijaron en la escisión Estado-sociedad, términos que derivan de aquella lengua. Concluyeron que el Estado es una parte involucrada en la sociedad, pero pensaron que podían utilizar el Estado para cambiar la sociedad, incluso contra la sociedad misma. Allí se originó su talante autoritario. Si hubiesen leído a Aristóteles en la lengua antigua, habrían comprendido mejor a Marx y no habrían repetido sus errores una y otra vez.

La política no es necesariamente una política democrática, de la misma manera que cuando se habla de un proyecto político, no necesariamente se alude a un proyecto democrático. Aprobar una nueva Constitución no garantiza tampoco la buena salud de la democracia, porque puede haber -y de hecho las ha habido- constituciones antidemocráticas, tanto por el contenido de algunas de sus normas, como por el proceso que las produjo. Ese nutrido rango de variables que acotan el significado de la acción política, es ignorado cuando nos contentamos con alabar lo político por sí mismo, cuando creemos "firmemente" que basta que una persona sea "política" para que se le considere superior a los que no lo son.

Para descubrir el amplio campo semántico de la política, y atisbar sus rincones oscuros, es preciso recurrir a la crítica de la política, en tanto de(con)strucción de sus signos visibles, o a la historia de la política, como discurso (re)constructivo de un concepto no idéntico a su realidad.Nada lograremos entender si nos conformamos con que la política es lo que "los que se dicen o llamamos políticos" dicen que es. Dicho más claro: los llamados políticos tienen una capacidad limitada para definir la política; es la sociedad la que impone la agenda de la política.

Como organización del poder en la sociedad, la política no es totalmente distinta a la economía, ni es idéntica a ella; más bien se conecta a ella de diversas formas, sobre todo si la definimos, como se hace modernamente, como el conjunto de reglas e instituciones que fijan la asignación de recursos escasos para la satisfacción de necesidades que son infinitas. Cabe preguntarse entonces qué ocurre cuando borramos la distinción entre política y economía, y definimos la política directamente en función de la satisfacción de necesidades sociales.

Lo que se pierde queda evidenciado por lo que se deja fuera en este acto de abreviación: justamente, la organización del poder. Lo que no se pensaba, porque se consideraba obvio, era precisamente: cómo debe organizarse el poder. La respuesta tradicional era: la sociedad se organiza y ya está. Lo que tenemos es lo que es. La presencia de la modalidad "deber" en la pregunta provoca una actitud de rechazo en el pensamiento tradicional de izquierda, pues una visión innecesariamente empobrecida de la ética la trasladaba al limbo de las ilusiones sociales, junto con la religión y las llamadas formas ilusorias de la conciencia social.

Cuando Habermas denunció en los ochenta que el problema del marxismo era que carecía de una teoría de la democracia, la izquierda tradicional vociferó contra el filósofo alemán. Hoy ninguna izquierda responsable y leal a la práctica de la democracia duda de que su misión consiste precisamente en intervenir en la reforma del poder en la sociedad. Pero la pregunta no es ya abstracta (cómo debe organizarse el poder), sino concreta: cómo intervenir para reformar el poder existente.

Los triunfos electorales de la izquierda latinoamericana emiten un número plural de señales: pueden ser un indicador del cansancio de la alternancia entre fuerzas tradicionales (Venezuela); o bien, la consecuencia de un avance de las organizaciones propias de la sociedad contra el Estado (Bolivia); o bien, el resultado de la madurez de la conciencia reformadora que se desarrolla por medio de un proceso de hibridación de propuestas ideológicas (sin la concertación, Lagos no habría sido Lagos y probablemente no habríamos tenido a Bachelet).

Aún es temprano para saber si Kirchner es el comienzo de algo desconocido en la historia argentina, o la cola final de un peronismo siempre al borde de la muerte, pero nunca muerto. Es Brasil quien pone en circulación una nueva moneda: una cara nos muestra a la izquierda tradicional en evolución hacia un compromiso democrático y el anverso dibuja los escándalos de corrupción que han acosado al gobierno comandado por Lula da Silva, como una muestra dramática de lo que le ocurre a los dirigentes de izquierda cuando, según los análisis de García Méndez, pierden la fe en el proyecto de reforma, estando todavía en el poder.

La democracia representativa es hoy, a diferencia de otros tiempos, un elemento esencial del consenso mínimo inviolable para acceder a los sitios del poder. El proyecto democrático no consiste en defender la representación política por sus defectos, sino en instalar la crítica reformadora del status quo en los espacios de las instituciones políticas formales. No se trata de promover el idealismo, o el altruísmo en la política. No es tampoco el resultado de la prevalencia de valores éticos sobre prácticas políticas. De lo que se trata es de (re)construir un proyecto político democrático que sea duradero, de larga visión, y no meramente coyuntural.

El problema está en que ese proyecto no se visibiliza por el acto subjetivo de una vanguardia (de izquierda o del signo que sea) que piensa por los actores que dice representar, sino que descansa en la solidez de los procesos democráticos que cimentan y legitiman las decisiones a partir de las cuales se va construyendo un proyecto de sociedad con la participación de la sociedad misma.

Un proyecto democrático descansa sobre un pacto social, que lógicamente le antecede. Querer fijar las condiciones del pacto social desde un proyecto político no compartido nos devuelve a la época de Maquiavelo. O al maquivelismo, cuando hacer política no era precisamente hacer política democrática.
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El Panamá América, Miércoles 8 de febrero de 2006

Bienvenida al partido obrero


UNA de las propuestas de renovación de la democracia panameña más interesantes que circula en estos momentos podría ser la formación de un partido liderizado por sectores de trabajadores, universitarios e intelectuales de izquierda. De concretarse la iniciativa, el nuevo colectivo, lejos de plantearle una crisis de estabilidad al sistema político, le traería una mayor estabilidad a la democracia. Examinemos las razones.

Para empezar, los partidos de izquierda ya no creen en el partido único ni aspiran a implantar la dictadura del proletariado. Un partido de izquierda en Panamá sabría muy bien desde el principio que no puede desempeñar su rol fuera de las reglas del juego del actual sistema electoral. Dicho partido sería una organización regida por el derecho formal y sus actividades serían perfectamente públicas así como sus lineamientos y fondos estarían sujetos a los controles que establecen la Constitución y las leyes. Tendría que ser una organización moderna en todo el sentido de la palabra, es decir, tendría que aprender a vivir los dilemas de la ilustración y la modernidad, y no creer que se encuentra exonerada graciosamente de ellos.

No hay pues ninguna razón para exhumar los viejos temores relativos a los movimientos de la izquierda revolucionaria que caracterizaron el periodo de la llamada Guerra Fría. Parto del supuesto de que los dirigentes del nuevo partido entienden en qué consiste y asumen su deber de lealtad hacia el actual régimen democrático.

Un partido de izquierda, así concebido, le daría en estos momentos un poco más de equilibrio al espectro de posiciones ideológicas actualmente existente en la sociedad panameña, pues ese sector de la opinión política no está satisfactoriamente representado en las ofertas actuales.

El efecto estabilizador de la nueva fuerza política consistiría además en que atraería a eso que los analistas políticos panameños han comenzado a llamar el "partido de la calle", es decir, gente que no se siente representada por las fuerzas que se concitan en la Asamblea y que prefieren llevar a cabo acciones de protesta que buscan, no tanto corregir el sistema, sino deslegitimarlo.

Un partido organizado a partir de sectores obreros y gremiales haría nuestra democracia más inclusiva, pluralista y diversa. Su credo no sería solo pro-trabajo, sería también pro-equidad de género, pro-derechos humanos, pro-transparencia, pro-desarrollo local y pro-sostenibilidad ambiental. Es decir, no debe ser una reedición del obrerismo ingenuo del siglo pasado, debe buscar ser integrador y estructurador de intereses democráticos.

Ahora bien, hay otra razón, no menos importante pero un poco más difícil de visualizar. Un partido que busque expresar los intereses de la clase obrera en el marco del desarrollo de la nación es una excelente oportunidad para aprender la diferencia entre la participación sindical o gremial y la participación política.

La democracia necesita limitar los intereses gremiales porque son particulares y disgregadores. Al mismo tiempo, necesita promover y re-lanzar proyectos ciudadanos porque es esa la plataforma a través de la cual la democracia se consolida. Y, claro está, el formar un partido político para hacerse presente con una oferta en la arena electoral es un acto político del ciudadano y no gremial ni sindical.

La trascendencia que tiene el redescubrimiento de esta delicada diferencia radica en la experiencia reciente en la fragua de los consensos sociales. Mientras que el Foro 2020 fue un esfuerzo por lograr acuerdos entre el gobierno, los partidos y la sociedad civil, las iniciativas de consenso de los últimos 18 meses solo comprenden el diálogo entre el gobierno y un abanico, más o menos amplio, de organizaciones de la sociedad civil, destacando la ausencia de intercambios partidarios constructivos fuera de la Asamblea.

El Pacto por la Justicia y el Diálogo por el rescate de la seguridad social no contemplaron a los actores propiamente políticos para llegar a un entendimiento. Los Consejos que se han organizado en los distintos sectores, ya sea el de educación, el de niñez, el de la lucha por la Transparencia y contra la corrupción, tienen una abultada representación de funcionarios de gobierno, acompañados de sectores representativos de la sociedad civil, pero no de miembros de los partidos.

Por eso, los partidos no sienten presión en organizarse de cara a las discusiones temáticas que recogen diariamente los medios de prensa, radio y televisión, en la que los interlocutores son los funcionarios y las organizaciones de la sociedad civil. Esa exclusión -y auto-exclusión- sistemática es la responsable de que a los partidos solo les quede respirar el aire viciado de sus conflictos internos, o tenga un despertar meramente electoral.

Un partido que trabaja internamente en los distintos temas de gobierno para lograr una posición representativa de la organización (que no es la mera opinión de uno de sus dirigentes), y sale después a la palestra pública a orientar a la ciudadanía sobre esa base, es un organización que está en mejores condiciones de recibir respaldo al momento de disputar un torneo electoral.

En conclusión, un partido de base obrera pero con amplio apoyo social podría trasladar a una sede propiamente ciudadana el poder que una desafortunada orientación corporativista en la política panameña ha buscado desplazar hacia gremios de empresarios, productores y trabajadores.

Es una forma de poder político la que se ejerce cada vez que las organizaciones sindicales pactan con el gobierno asuntos que afectan al ciudadano. Los sindicatos y gremios refuerzan los intereses particulares de los trabajadores en detrimento de los derechos de ciudadanía.
En la medida en que el nuevo partido logre que la inserción de los trabajadores en el debate político se dé con el carácter de ciudadanos, es decir, como portadores de intereses universales, tendremos una democracia más sólida y menos excluyente.

Aunque inicialmente no sea un partido de grandes masas, un partido de obreros, profesionales, universitarios e intelectuales, está llamado a hacer un aporte a la vida política de la nación. Quizás con un poco de visión y pensamiento estratégico, podría jugar el rol de las pequeñas fuerzas disciplinadas que terminan por decidir quién tiene la mayoría legislativa y de esa forma logren rediseñar la posición geográfica del centro político. Es un gran reto y el objetivo a lograr no es poca cosa.

Finalmente, como en política todo evoluciona, un esfuerzo exitoso en la inscripción de esta nueva fuerza tendrá efectos aleccionadores en los demás partidos, que parecen no escapar aun de las frustraciones y derrotas del último torneo.
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El Panamá América, Martes 28 de marzo de 2006

Partidos para la democracia


PARA entender lo real, quizás convenga distinguir entre lo que es posible y lo que no lo es: los partidos pueden existir sin democracia, pero la democracia no puede existir sin los partidos.

En casi todas las partes del mundo donde ha habido dictaduras y regímenes opresivos, los partidos políticos perviven y desarrollan las modalidades más diversas. Hay partidos ideológicos, cuyo credo es tan fuerte que no pueden ser destruidos por la represión de sus adversarios, pero que amenazan con desintegrarse a partir de un simple desacuerdo; los hay clandestinos, porque la legalidad no les permite hacer la lucha, pero no por ello carecen de organización, voluntad y claridad de ideas; y hay aquellos que están en el tránsito de movimiento social a partido, pues su aspiración a integrar intereses ciudadanos dispersos o atomizados exige visibilidad y coherencia, lo cual no es posible lograr sin constituirse en un actor público y reconocido.

También está la lógica perversa de intentar la subsistencia cuando se ha perdido la sustancia. Hablamos de partidos que son como cascarones, porque nadie hay detrás de la aparición mediática de pretendidos dirigentes; otros que se mueven como satélites, porque su dinámica tiene un centro que está fuera de sí; partidos títeres, porque otros los controlan de modo brutalmente aparente; partidos osificados, porque han perdido la capacidad plástica de representar los intereses de sus afiliados; partidos fantasmas, porque su pasado es todo lo que les queda; partidos en bancarrota, porque, tras apuestas desacertadas, dilapidaron el caudal político que alguna vez tuvieron.

Todos, con indiferencia de su signo positivo o negativo, pueden ser llamados partidos. Quizás alguien apunte que estos no son más que detritus de los partidos, lo que es probablemente cierto. No obstante, me interesa señalar que las democracias se forman con esta rara mezcla de elementos que la preceden. En el mundo real, no solo cuentan los buenos partidos; la democracia los invita a todos.

Estas dos caras de los partidos sin democracia reflejan una dicotomía, o relación bipolar, que se cierne sobre todos los partidos, independientemente del nivel de desarrollo democrático de la sociedad: o los partidos son una expresión del poder del Estado por dominar o transformar a la sociedad, o bien, son una expresión de la sociedad que lucha por transformar el Estado o resistir su proyecto de transformación.

Es por esta razón que en los procesos de transición a la democracia, que más bien debieran ser entendidos como procesos de desarrollo o ampliación democrática (pues la democracia no es un estadio final), persisten tensiones no-democráticas entre los partidos. Es decir, en las democracias en construcción, como la panameña, los partidos son, o pueden ser, tanto un instrumento del Estado para garantizar cierto nivel de estabilidad funcional, como un punto de apoyo de la sociedad para avanzar en su proyecto de desarrollo como nación.

Es lógico que la democracia sea a un tiempo aprendizaje de las nuevas reglas del juego y selección de los más aptos para la democracia. La democracia no aspira a eliminar a sus enemigos, sino a re-educarlos. No excluye a los que tienen lealtades perversas, sino que los invita y los derrota. No silencia, sino que convence. No busca inspirar miedo a los que no la quieren, sino resignación, porque tendrán que aprender a vivir con ella.

La democracia panameña se hizo hace 16 años con los partidos que le dejó la dictadura, porque no podía ser de otra manera. Durante estos 3 lustros, la democracia panameña no ha sido solo el resultado de los designios de los partidos, sino que se ha convertido en un motor generador de cambios a lo interno de los partidos. Se trata de un proceso que no ha concluido, pero que en medio del griterío del día a día, y pese a los desmayos que con cierta frecuencia afloran, avanza con buena salud hacia una más profunda democratización de los partidos y del sistema de partidos.

Los retos parecen muy sencillos cuando los enunciamos. Un partido democrático es una apuesta por la libertad, no menos que por la igualdad, de todos los ciudadanos. Por eso da prioridad a los intereses de la ciudadanía por encima de los intereses de sus grupos y está dispuesto a hacer esa discusión públicamente. Así, un partido democrático se conecta con las demandas y aspiraciones de la sociedad, y logra vencer la ley de hierro de la que hablaba Robert Michels el siglo pasado, no porque su dirigencia se encuentre bajo un mandato (autoritario) de sus masas, sino porque representa los mejores intereses de la democracia. En efecto, un partido democrático, en los tiempos que vivimos, requiere del liderazgo transformador inspirado en valores democráticos. Nada más anacrónico que la doctrina de que los dirigentes deben reflejar la media de los integrantes del partido.

Un partido democrático aspira naturalmente a lograr el acceso a los sitios de poder y control en el Estado que están reservados para la designación mediante elecciones, mas no debe intentar acaparar y manipular al Estado como partido, porque la lógica de la gestión estatal escapa a su competencia. Un Estado que se deja manipular por un partido termina siendo una organización ineficiente, costosa, conflictiva y, al fin y al cabo, antidemocrática.

Los partidos políticos son el puente de oro que conduce de la sociedad civil al Estado, pero cuando las cosas salen mal en el Estado y el puente comienza a desmoronarse, no es extraño ver que ciertas figuras (indiscutiblemente políticas) retornen al ámbito de la sociedad civil, en busca de un espacio desde donde volver a impulsar el credo democrático.
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El Panamá América, Sábado 8 de abril de 2006